Algunas veces me pregunto cómo ve Dios a la universidad. Lugar cuya más alta misión es preparar a los jóvenes para participar con sabiduría y responsabilidad en los grandes debates que construyen el futuro de la sociedad o, como dice San José María de Balaguer, para ser “fermento de la sociedad en que vive”. Así, la universidad no debe ser una mera transmisora de conocimientos de materias determinadas, matemáticas, física, filosofía o historia del arte, sino que debe implicarse profundamente en la educación de los jóvenes. Si echamos un vistazo al diccionario de la Real Academia Española, educar es “desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales del niño o del joven”.
No podemos pretender formar a jóvenes libres y con una visión universal de los grandes desafíos que marcan el mundo actual sin una educación cristiana. El cristiano tiene que estar presente en la universidad. No se puede ser cristiano segmentado, por un lado la vida personal y por otro la vida laboral y social. San Pablo nos recuerda “Cualquier cosa que hagáis, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Cor. 10:31)”.
Y es que el “ser cristiano no está de moda”. Tampoco están de moda los valores que deben acompañar al cristiano: la generosidad, el servicio, la honestidad, la cercanía, el esfuerzo o el respeto. Más bien se han impuesto los valores contrarios el individualismo y el egoísmo. Por ello el Papa Francisco pide que las Universidades sean “laboratorios de diálogo y de encuentro al servicio de la verdad, de la justicia y de la defensa de la dignidad humana a todo nivel”.
Los cristianos estamos llamados a contribuir en la transformación de los entornos en los que cada uno nos movamos. Los cristianos estamos llamados a ser “luz del mundo” (Mt 5, 13-16). No hay excusas, desde la sencillez de nuestra vida cotidiana podemos colaborar en la extensión de la doctrina de Cristo.

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