La palabra orar nos lleva sencillamente a Dios porque orar es hablar con Dios, establecer un diálogo con nuestro Creador y Señor. Ese diálogo no es algo forzado, sino que nace de nuestro mismo ser que Dios ha creado con capacidad para conocerle y para amarle. «El hombre –decía Juan Pablo II– es un ser abierto a la trascendencia y al absoluto» (PDV 45). Luego la oración no sólo es un poder sino un deber de gratitud, de alabanza y de adhesión a Dios. Esta verdad nos ha quedado rubricada con el ejemplo y la enseñanza del Evangelio. Jesús no sólo era un gran orante, sino que enseñó a los suyos –y ellos a nosotros– a orar y les trazó un camino de oración. Por tanto, la oración no es pietismo religioso o una debilidad humana, ni una facultad que tienen algunos seres especiales; sino una exigencia del corazón humano. San Agustín nos lo dejó muy claro: «Señor, nos hiciste para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti».
Todos los maestros de espíritu razonan de esta manera para animarnos a ser personas orantes: porque sin esa relación dialogante con Dios no somos ni hombres, sino seres con una tara seria en nuestra vida.
El Papa Pablo VI dijo que la oración es el respiro del alma, por tanto, un ser humano que no ora tiene el alma asfixiada. Gran angustia, ¿verdad?, y gran dolor, aunque no nos demos cuenta de ello. Este mundo como tal, orientado a un craso materialismo, no puede ofrecer al corazón humano el aire espiritual que necesita. Los miasmas de un ambiente secularizado, donde se vive como si Dios no existiese, no pueden ofrecer ni garantizar las más íntimas aspiraciones del corazón humano.
Lo sabemos, sí; incluso lo proclamamos, pero ¿lo llevamos a la práctica sacando las consecuencias de esta forma de pensar? Decimos vivir en un mundo secularizado, desacralizado, pero nos parece que eso no va con nosotros, no creemos que estemos contagiados. En un salón de fumadores puede estar presente un no-fumador. Quizás se tranquiliza diciendo «yo no fumo» y todos sabemos que se engaña. Sale de allí oliendo a tabaco y ha aspirado el humo. Se trata de un fumador pasivo. Nosotros, en medio de este mundo, también nos hacemos –sin quizás darnos cuenta– secularizados pasivos. ¿Cómo solucionar este tema? Orando. La oración nos hace respirar el aire de Dios, de la dimensión espiritual del hombre; nos lleva a conectar con la fuente verdadera de la vida y a tener la garantía de vivir en la orientación adecuada.
Sin embargo, ¿por qué nos resistimos a orar? ¿Es sólo pereza? ¿Es el contagio ambiental? ¿Es la falta de fe? Quizás hay de todo un poco. Pero quizás lo más profundo no sea eso. En la raíz de nuestros males está el pecado original y, entre ellos, la soberbia, el orgullo. «Yo lo puedo todo por mí mismo, no necesito para nada de Dios». Todo lo que la técnica ha logrado hoy nos lleva insensiblemente a pensar «¡lo podemos todo!». Creer en Dios y relacionarse con Él, hacer de ello el eje de nuestra vida, es ser cristiano y eso requiere la humildad de que no sólo no puedo todo, sino que verdaderamente puedo bastante poco y en el orden sobrenatural no puedo nada. Declararnos mendigos nos subleva, pero ¿no lo somos?
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