Tenía dieciocho años recién cumplidos. No puedo decir que desconociera a Dios. Mis padres, con la ayuda del colegio me transmitieron su fe que ciertamente había arraigado en mí; de tal suerte que ni la adolescencia, ni la incipiente juventud habían mermado , como tantas veces pasas en esas etapas, los fundamentos esenciales de mi fe.
Siendo esa mi realidad, el cursillo fue y continua siendo la experiencia más profunda, más intensa, más desbordante que la vida me ha ofrecido. Hace treinta y seis años que pisé por primera vez la Casa de San Pablo y recuerdo, como si de ayer se tratara, en la primera noche, tras confesar con Pedro Crespo-confesión que nunca olvidaré-, como Dios me inundaba de su Gracia de una manera desbordante, sobrecogedora, y totalmente novedosa para mí. Nunca he llorado con tanta alegría. Había tenido la suerte de haber crecido en un ambiente familiar envidiable y, sin embargo, experimenté que nadie me ama como Dios lo hace. El resto del cursillo fue de “encuentro” en “encuentro”, unas veces una meditación, otras una charla, otras una visita al Sagrario… Me pasé el cursillo inundado de una felicidad estrenada. La felicidad de constatar que en mi interior había un “hueco” que nada ni nadie colmaba y Él lo hizo.
Desde entonces, Él vertebra e informa mi vida. El cursillo no termina nunca, sigo por tanto con conciencia de vivir “el cuarto día”. Un cuarto día lleno de contradicciones, de tropiezos, de infidelidades, de “cañadas oscuras”. Por eso, también lo aprendí en San Pablo, he intentado no caminar en solitario, buscando siempre donde apoyarme: en mi comunidad parroquial, en mi reunión de matrimonios, colaborando con la Iglesia… Y ahí vamos, feliz y agradecido a un Dios Padre que da sentido y “color” a mi existencia, y por supuesto a mi cursillo nº 606 que pervive íntegro en mi más profunda intimidad.
Miguel Ángel
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