La celebración de la Cuaresma, en el marco del año de la fe nos ha dicho Benedicto XVI nos ofrece una ocasión preciosa para meditar sobre la relación entre fe y caridad: entre creer en Dios, el Dios de Jesucristo, y el amor, que es fruto de la acción del Espíritu Santo y nos guía por un camino de entrega a Dios y a los demás. “Muchos dicen que creer les parece poco, que quieren saber. Pero la palabra «creer» tiene dos significados diferentes: cuando un paracaidista pregunta al empleado del aeropuerto: «¿Está bien preparado el paracaídas?», y aquél te responde, indiferente: «Creo que sí», no será suficiente para él; esto quiere saberlo seguro. Pero si ha pedido a un amigo que le prepare el paracaídas, éste le contestará a la misma pregunta: «Sí, lo he hecho personalmente. ¡Puedes confiar en mí!». Y el paracaidista replicará: «Te creo». Esta fe es mucho más que saber: es certeza. Y ésta es la fe que hizo partir a Abraham a la tierra prometida, ésta es la fe que hizo que los mártires perseveraran hasta la muerte, ésta es la fe que aún hoy mantiene en pie a los cristianos perseguidos. Una fe que afecta a todo el hombre” (Youcat, 21)
La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constante a merced de la duda. La fe y la caridad se necesitan mutuamente de modo que una permite a la otra seguir su camino. El creyente escucha la voz de Dios y le responde fiándose de él como Abraham, nuestro Padre en la fe. La caridad es el amor a los demás que brota de nuestro amor a Dios.
Es un afecto del corazón que nos lleva a complacernos en los demás, a buscar su bien, a recrearnos en su felicidad y a entristecernos con su desgracia. Es amar, es desvivirse por los otros, pensar en ellos, vivir para ellos, olvidarse de sí, emplearse en los demás. Es lo contrario del egoísmo: éste reclama todo para su servicio, la caridad se dedica al servicio de todos. No se contenta con no hacer mal; ninguna madre se contenta con no hacer daño a su hijo, le ama y busca su bien y cuanto más mejor. Quien se reduce a no hacer mal, ni ama ni es cristiano. El amor no es un abstinente de males, es un incansable activador de bienes.
Al invitar a la fe, invitamos a descubrir la verdad sobre el hombre y al coraje para acogerla y afrontarla; invitamos, en definitiva a la conversión, es decir, a apartarse de los ídolos de la ambición egoísta y de la codicia que corrompen la vida de las personas y de los pueblos, y a acercarse a la libertad espiritual que permite querer el bien y la justicia, aun a costa de su aparente inutilidad material inmediata. No será posible salir bien y duraderamente de la crisis sin hombres rectos, si no nos convertimos de corazón a Dios.
La caridad no se reduce a un mero sentimiento voluble; es más bien una voluntad que, iluminada por la fe, se adhiere al amor de Dios y al prójimo de modo constante, razonable y desprendido hasta la entrega de la propia vida si fuera necesario. La caridad se expresa de muchos modos respecto del prójimo, porque abarca todas las dimensiones de la vida: la familiar, la social, la económica y la política.
El papa Benedicto XVI en el mensaje cuaresmal de este año lo explica maravillosamente, con el texto bíblico de San Pablo a los Efesios a propósito de la relación entre fe y obras de caridad, unas palabras de la Carta de san Pablo a los Efesios resumen quizá muy bien su correlación: «Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos» (Ef 2,8-10). Aquí se percibe que toda la iniciativa salvífica viene de Dios, de su gracia, de su perdón acogido en la fe; pero esta iniciativa, lejos de limitar nuestra libertad y nuestra responsabilidad, más bien hace que sean auténticas y las orienta hacia las obras de la caridad. Éstas no son principalmente fruto del esfuerzo humano, del cual gloriarse, sino que nacen de la fe, brotan de la gracia que Dios concede abundantemente. Una fe sin obras es como un árbol sin frutos: estas dos virtudes se necesitan recíprocamente. «La cuaresma, con las tradicionales indicaciones para la vida cristiana, nos invita precisamente a alimentar la fe a través de una escucha más atenta y prolongada de la Palabra de Dios y la participación en los sacramentos y, al mismo tiempo, a crecer en la caridad, en el amor a Dios y al prójimo, también a través de las indicaciones concretas del ayuno, de la penitencia y de la limosna».
Así nos preparamos con fe para celebrar la Semana Santa, con los grandes misterios de la redención humana mediante la cual el amor de Dios salvó al mundo e ilumina toda la historia.
P.D.: El MCC está llamado particularmente a vivir intensamente el desierto cuaresmal y preparar la participación numerosa en el Encuentro nacional en el Escorial del 4 al 7 de abril.
+ Ángel Rubio Castro
Obispo de Segovia
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